domingo, 6 de marzo de 2016

Olvidar.

He olvidado cómo era despertarme junto a ti y quedarme mirándote media hora cuando te dabas la vuelta huyendo de mis abrazos pero tenías esa cara de paz de esas personas a las que le llega tarde el sueño pero se resisten a dejarlo marchar por las mañanas. Ya no recuerdo lo que era levantarme y que me encontrases en el balcón, con un cigarro y un café y la sudadera más fea del mundo para paliar el frío de las 9 de la mañana en una ciudad que se despierta. También se han evaporado los recuerdos de esperar impaciente a que tu autobús llegase a la parada y esos abrazos de koala cada vez que me veías, susurrándome que me habías echado de menos esas 135 horas y 228 kilómetros como si fuera la distancia más larga del mundo (esa distancia que dolía si estabas a más de tres milímetros de mi boca). Sigue sin llenarse el hueco que dejaste a mi izquierda, no he vuelto a tomar a nadie de esa mano ni han logrado pasear con mi brazo sobre sus hombros y la cabeza apoyada en mi pecho, justo encima del corazón, y es que a ver cómo les miro a la cara y les digo que ese lugar siempre fue tuyo y que eres la única que encajaba a la perfección en él, fundiendo tu cabeza y mi pecho al ritmo acelerado de un corazón que ya no late.  Poco a poco han desaparecido los fotogramas de paseos por ciudades que no eran nuestras y he asumido esa maldita manía de comprar postales de aquellas ciudades que visitamos para que los recuerdos no floten en mi mente con una neblina olvidadiza, aunque también busco lugares que no llegamos a visitar y nos imagino en ellos, felices, como si todo lo malo hubiese sido una pesadilla y, al abrir los ojos, encontrase tu pelo en mi almohada y el olor de tu champú pusiese la banda sonora a mis mañanas. Y es que, amor, aunque sea incapaz de cerrar los ojos y rememorar a qué sabe tu risa en mitad de un beso, nunca podré olvidar la rima asonante de los latidos de mi corazón cuando estabas tú ni la métrica perfecta de los segundos que te quedaste.