Todo está oscuro cuando escucho el sonido de la llave al intentar introducirse en la cerradura. Echo las sábanas sobre mi cabeza sin pensar qué estoy haciendo y me apresuro a localizar el interruptor de la luz mientras mis manos tiemblan. Cuando siento que la llave a encontrado al fin su lugar, mis manos temblorosas logran dar con la forma de dejar todo a oscuras por fin. Mi respiración se agita y me abrazo a la almohada como si fuese el mejor chaleco salvavidas del mundo, como si ese agarre me fuese a mantener cuerda las horas siguientes.
Fuera se intuyen los golpes contra la pared de la mujer que acaba de entrar, tambaleándose sobre sus pies mientras intenta no maldecir muy alto sin lograr su objetivo. Es en ese momento en el que me doy cuenta que he olvidado mi bolso en la cocina y que no podré utilizar mis auriculares, lo que me hace sentirme aún más vulnerable. El minutero marca las 23.18 de una noche calurosa de verano, pero yo sólo siento frío. Mi objetivo principal es simple: concentrarme en el sonido de las agujas del reloj para no escuchar todo aquello que oculta durante el día, para no ver la cruz de la moneda y poder sentir que todo va bien.
A las 23.24 parece que han pasado horas, pero las manecillas no quieren avanzar. Ahogo mis sollozos entre las sábanas cuando siento que sus pasos se acercan peligrosamente a la puerta que nos separa. Apenas puedo respirar y ella se da la vuelta abriendo, por el sonido, otra lata más de cerveza. El tic tac del reloj se une en un ritmo frenético con mis latidos acelerados.
Son las 23.31 y siento la bilis en mi garganta, los nudillos blanquecinos del agarre de las sábanas y el miedo pegado a las pestañas. Maldice una y otra vez mientras intento hacerme pequeña para que no me vea, para que no caiga sobre mí con golpes.
He vuelto a mojar la cama, son las 23:52 y los golpes anímicos han sido más fuertes que los físicos. Odio la sensación de no poder controlar las lágrimas.
Cuando despierto a la mañana siguiente pongo una sonrisa en mi cara, me levanto e intento lidiar con mi dolor de cabeza, rezando a ese Dios en el que no creo para que esta noche no vuelva a ser lo mismo.
A las 22.49 las llaves vuelven a no encontrar su lugar en la cerradura.
viernes, 19 de agosto de 2016
domingo, 6 de marzo de 2016
Olvidar.
He olvidado cómo era despertarme junto a ti y quedarme mirándote media hora cuando te dabas la vuelta huyendo de mis abrazos pero tenías esa cara de paz de esas personas a las que le llega tarde el sueño pero se resisten a dejarlo marchar por las mañanas. Ya no recuerdo lo que era levantarme y que me encontrases en el balcón, con un cigarro y un café y la sudadera más fea del mundo para paliar el frío de las 9 de la mañana en una ciudad que se despierta. También se han evaporado los recuerdos de esperar impaciente a que tu autobús llegase a la parada y esos abrazos de koala cada vez que me veías, susurrándome que me habías echado de menos esas 135 horas y 228 kilómetros como si fuera la distancia más larga del mundo (esa distancia que dolía si estabas a más de tres milímetros de mi boca). Sigue sin llenarse el hueco que dejaste a mi izquierda, no he vuelto a tomar a nadie de esa mano ni han logrado pasear con mi brazo sobre sus hombros y la cabeza apoyada en mi pecho, justo encima del corazón, y es que a ver cómo les miro a la cara y les digo que ese lugar siempre fue tuyo y que eres la única que encajaba a la perfección en él, fundiendo tu cabeza y mi pecho al ritmo acelerado de un corazón que ya no late. Poco a poco han desaparecido los fotogramas de paseos por ciudades que no eran nuestras y he asumido esa maldita manía de comprar postales de aquellas ciudades que visitamos para que los recuerdos no floten en mi mente con una neblina olvidadiza, aunque también busco lugares que no llegamos a visitar y nos imagino en ellos, felices, como si todo lo malo hubiese sido una pesadilla y, al abrir los ojos, encontrase tu pelo en mi almohada y el olor de tu champú pusiese la banda sonora a mis mañanas. Y es que, amor, aunque sea incapaz de cerrar los ojos y rememorar a qué sabe tu risa en mitad de un beso, nunca podré olvidar la rima asonante de los latidos de mi corazón cuando estabas tú ni la métrica perfecta de los segundos que te quedaste.
martes, 23 de febrero de 2016
TBT.
Hayun parque con los columpios más rotos que nuestros corazones y yo sólo quiero volver a balancearme en ellos sobre un precipicio, jugándome la vida.
jueves, 18 de febrero de 2016
Carrera de fondo.
Hay un brillo en el fondo de tus ojos cuando me miran. Me calma y me besa las ojeras suavemente. También hay miedo en el frote de tus manos. Miedo de tocarme, de acariciarme. Las mías tiemblan guardando dentro esas ganas de rozarte y que sienta que la quemazón viaje de las puntas de los dedos hasta el rincón más oculto de mi piel.
Quizá dentro de unos años nos reencontraremos con la punta de los dedos en la quinta planta de un hotel en el centro con vistas al cielo de Madrid. No pesarán los daños floreciendo como antaño las flores en el estómago, en las pupilas, en los labios. Tal vez logremos despejar las dudas, parafrasear el miedo y convertirlo en una metáfora que sólo aparece cuando la llamamos. Puede que vuelva a haber poesía, esta vez más madura, menos niña, menos indefensa. Y entonces los versos traerán los besos y las noches compartiendo cama de 90 a las afueras de una ciudad sin nombre.
Tú, que no tienes nombre pero sí un suspiro que acaricia los días de frío. Tú, que siempre has sido pero nunca has llegado. Tú, que guardas bajo la almohada una lista de nombres más grande que de miedos. Tú, que te haces pequeña cuando el viento azota las persianas. Tú, que me hiciste darme cuenta de que puedo vivir sin ti, pero que no quiero hacerlo. Tú.
Ella no pudo volver, pero nunca se marchó.
Quizá dentro de unos años nos reencontraremos con la punta de los dedos en la quinta planta de un hotel en el centro con vistas al cielo de Madrid. No pesarán los daños floreciendo como antaño las flores en el estómago, en las pupilas, en los labios. Tal vez logremos despejar las dudas, parafrasear el miedo y convertirlo en una metáfora que sólo aparece cuando la llamamos. Puede que vuelva a haber poesía, esta vez más madura, menos niña, menos indefensa. Y entonces los versos traerán los besos y las noches compartiendo cama de 90 a las afueras de una ciudad sin nombre.
Tú, que no tienes nombre pero sí un suspiro que acaricia los días de frío. Tú, que siempre has sido pero nunca has llegado. Tú, que guardas bajo la almohada una lista de nombres más grande que de miedos. Tú, que te haces pequeña cuando el viento azota las persianas. Tú, que me hiciste darme cuenta de que puedo vivir sin ti, pero que no quiero hacerlo. Tú.
Ella no pudo volver, pero nunca se marchó.
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