Recuerdo
aquella mañana con total claridad. Paseábamos lento agarradas de la mano, como
una pareja de los años 20. Nos parábamos en cada esquina, el cielo estaba azul
y las nubes hermosas. No hacía frío.
La magia
llegaba de tantas formas y matices diferentes que sigo estremeciéndome al
recordar. La melodía de violín que se escuchaba a lo lejos aún resuena a veces
en mi cabeza cuando leo poesía. En mi mente, las imágenes de aquel abrazo por
la espalda mientras nos balanceábamos al mismo ritmo.
Sonreír.
Pensar que hay
paseos eternos, que esa sería la primera mañana en un parque que nos vería
repetir el mismo camino los domingos por la tarde. Imposible olvidar tu forma
de correr, de invitarme a bailar. Tampoco olvido mi sonrisa más plena al verte
exultante de felicidad ni mi pensamiento de estar segura de que, por una vez,
había tomado la decisión más correcta.
Paseé sin poner un pie en el suelo pero agarrando tu mano. Mirándote. Y
no fue un sueño, fuiste tú. Tan real, tan musa y tan poetisa. Y yo no te saqué
a bailar.
Vuelve
a invitarme a bailar en la calle, en el sofá, en la cama, en las discotecas más
oscuras, en tus ojos. Invítame, porque aquella vez sólo podía contemplarte. Invítame
a bailar la canción más horrible del mundo, pero hazlo. Vuelve a los paseos y
las sonrisas. Vuelve a hacer que mis ojos bailen.
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